Crítica y ficción. Ricardo Piglia
Michelle Clayton: Usted ha hablado en
muchas ocasiones sobre la narrativa, del poder del Estado, contra la que se
oponen las narrativas distintas de los escritores. ¿Es
la escritura necesariamente una estrategia crítica por parte del escritor? La
narración de los vencidos, que usted ha mencionado con frecuencia, ¿se podría
ver como otra máquina de poder?
Ricardo Piglia: En principio yo digo que sí, que la pregunta
sintetiza un poco lo que yo pienso, que sería la idea de que el Estado
construye ficción y que no se puede gobernar sin construir ficciones. Valéry
dice cosas muy interesantes sobre este asunto y también Gramsci lo ha señalado,
que no se puede gobernar con la pura coerción, que es necesario gobernar con la
creencia y que una de las funciones básicas del Estado es hacer creer, y que
las estrategias del hacer creer tienen mucho que ver con la construcción de
ficciones, y que esa construcción puede ser vista por los escritores y los
críticos con una mirada diferente de cómo la miran los historiadores y los
políticos, que nosotros tenemos mucho que decir sobre esos mecanismos. Por otro
lado yo diría que la literatura disputa con ese mismo espacio, es decir, que
la literatura está construyendo un universo antagónico a ese universo de ficciones
estatales. En cierto sentido yo digo que hay una tensión entre la novela y el
Estado, que en algunos momentos es muy visible y que, en otros casos, es
necesario descifrarla, pero que hay dos polos de esa elaboración, podríamos
decir, dos polos de cristalización de cierto tipo de ficciones sociales. Yo no
pienso tanto, como algunos, en la relación entre ciertos novelistas y el
Estado, que a veces se da, sino en el Estado como narrador. Es decir, voy a
buscar eso en el discurso mismo del Estado. Por ejemplo, en una época analicé
el discurso del comandante en jefe del Ejército, el Día del Ejército, que es el 29 de mayo. Tomé quince años, o sea,
fueron quince discursos de los comandantes en jefe en distintos momentos
históricos, y analicé lo que decían, el modo en que enunciaban. Lo que decían
eran relatos fundacionales, todo el tiempo, sobre el lugar del Ejército en la
tradición nacional, sobre las relaciones entre el Ejército y la población
civil, a quién tenía que matar el Ejército, a quién tenía que defender, cómo
se construía el lugar del enemigo, quién era el héroe en ese relato paranoico y
criminal. Esto era lo que el general en jefe trataba que la gente le creyera.
Entonces me refiero a ese tipo de cuestiones, a un discurso que no debe ser
entendido como externo al Estado. Es el Estado mismo el que habla y los
escritores, los novelistas dialogan y disputan, con esa ficción política. Me
distancio de lo que suele entenderse hoy por una crítica política de la
literatura que tiende a ser, digamos, endogámica, busca en la literatura, en
los escritos, los signos de una política que viene de afuera y persigue a los
escritores todo el tiempo acusándolos de estar construyendo discursos en
beneficio de las políticas del Estado. La literatura se ha convertido en un
rehén del discurso político, en un rehén, diría yo, de la ineficacia política
de los críticos. En la Argentina hay un debate muy fuerte sobre este asunto.
Cuando el Estado se cristaliza en el 80, parece que todos los escritores están
diciendo lo mismo que dice el Estado. No están diciendo lo mismo. Primero
porque no lo dicen del mismo modo. Yo no confundo el discurso de un ministro
del Interior con el discurso de un novelista que escribe novelas. A veces,
incluso son la misma persona, como es el caso de Wilde, pero no dicen lo mismo
cuando están en un lugar y en el otro. Por ahí pasa, entonces, creo, la primera
cuestión. En relación a la tradición de los vencidos, yo digo: la historia la
escriben los vencedores y la narran los vencidos. Hay un relato que va por
abajo, que tiene que ver con la derrota, no con la exclusión ni con las
minorías, sino con los sectores que han sido dominados y vencidos por el
Estado. La narración ahí tiene un sentido fantástico, el
relato de las Madres de Plaza de Mayo en 1977, por ejemplo, contrapuesto a la
versión estatal, una forma extrema de usar el lenguaje, que no tiene que ver
con la construcción fija, digamos así, de la historia como escritura de los
acontecimientos. La locura, ¿no?, es siempre el límite de la narración, el
reverso del silencio. La locura es decir de más, es no poder callar, es un
exceso en el borde de la ficción. Ellas eran las locas de Plaza de Mayo porque
lo decían todo.
Crítica y ficción. Ricardo Piglia. Anagrama. 2001. págs.191-193
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